Las voces de las plantas

LAS VOCES DE LAS PLANTAS

Cuento de terror de L.J Ramírez



Aquí donde descansa mi alma mortal, entre la oscuridad del que ha sido mi hogar durante los últimos años, repaso las memorias que me aseguran locura y que sin embargo son recuerdos de la realidad. Escribo estas palabras en la mayor oscuridad, y no solo la que me rodea, sino la que me inunda por dentro el pecho y suscita aún escalofríos aterradores.

En los años de la guerra, mi espíritu osaba de una maravillosa luz de alegría que se ha extinto con el tiempo y a la cual añoro, inútilmente, regresar. Yo apenas era una niña y un día, por el miedo del que se hablaba en los medios, mi padre decidió agujerear el suelo para construir la mazmorra en la que ahora yazgo. Sus paredes recubiertas de plomo retumban treinta metros bajo tierra y la construcción del techo fue tan ardua que ningún otro detalle se le agregó. La llenamos por completo de alimentos y decidimos que bajo cualquier alarma, por mínima que fuera, esa mazmorra sería nuestro único lugar de encuentro. Hecha del tamaño de la casa o un poco más grande, quitando todo el espacio ocupado por la comida, el refugio podía albergar a cinco personas en su espaciosa oscuridad y, como mi familia se componía de mi hermano, mi hermana y su hijo, mi padre y yo, era perfecta.

Cierta noche, mientras la luz de luna reflejaba mis pesadillas apocalípticas, las alarmas disparadas de las grandes torres de control me despertaron avisando de un ataque. Corrí, invadida por el pánico, y llegué, solitaria, espantosamente pálida y asustada a la cueva que he referido. Mantuve la puerta abierta con la esperanza de ver algún rostro humano asomarse; sin embargo, fue el estruendo el que me arrojo a lo más profundo, cerrando herméticamente la puerta. Allí reposé casi inconsciente hasta que los temblores cesaron y mi alma, agitada, recuperó su calma. Me mantuve en la oscuridad tocando todo cuan cerca estaba, hasta llegar a las raciones. Devoré una lata de invisible alimento y esperé que sonara la compuerta que me negaba a abrir hasta que no hubiese pasado tiempo suficiente como para que el campo radiactivo se esfumara de la atmósfera, cosa que pasaría en años. Escuché en pavoroso silencio los chillidos de perros destrozándose entre ellos mientras me preguntaba por la suerte de mi familia.

Los segundos en la oscuridad me atormentaron hasta la claustrofobia, y la mente comenzó a girar sin sentido ni movimiento real. Entonces escuché su voz. El pequeño, hijo de mi hermana y de nombre Paulo, había estado oculto desde hace horas en uno de los compartimientos de la comida en reserva. Su compañía alivió mi alma y devolvió a mi corazón la esperanza. Constantemente nos encontrábamos con las manos y se abrazaba a mí mucho tiempo, el suficiente como para saciar mi maternal espíritu.

Entonces las horas pasaron sin que supiéramos cómo y los días enteros los entregamos al conteo y el cálculo de las raciones. Sin darme cuenta ya tenía dieciocho años y una amplia costumbre a mi ciega condición. Paulo, dotado ya de siete años, hablaba con facilidad, conociendo todo lo que yo conocía a través de la palabra. La oscura monotonía sumada a la pronta escasez de alimento ya nos obligaba a abandonar la cueva y recorrer las calles sepulcrales de la olvidada ciudad.

La compuerta, sometida al escombro olvidado y seco, ofreció tanta resistencia que requerí un par de minutos para doblegarla. Cuando por fin cedió, la luz del día entró como una cuchilla, laceró mi pupila y me obligó a quejarme. Así mismo Paulo, invadido por el dolor o el pánico, aulló ante la luz que tanta extrañeza le causaba. Después de unas horas de indecisión, salí, dejando a Paulo atrás pese a sus hermosas súplicas. Imposible para él caminar frente a la luz del día, la que no había visto en años.

Ya afuera, me encontré con ruinas desconocidas. Un mundo verde fluorescente que renacía entre cimientos de pesadas y antiguas rocas. El sol se ponía en el horizonte con su brillo anaranjado y mis párpados gesticulaban con fuerza para proteger la delicada pupila. Caminé durante horas buscando, maravillada, evidencia de la civilización que alguna vez hubo sobre esta tierra mutante que lentamente se enriquecía de vegetación sobrenatural y para mí desconocida.

Cuando la noche invadió la cúpula despejada, ausente de estrellas o luna, sentí una comodidad aterradora que me recordó mi hogar y al mismo tiempo mi deseo de huir. Caminé por entre los focos medio encendidos de la fluorescente corteza pastosa que llenaba la carretera de antaño. Y allí, entre la maleza corroída por el viento que giraba sobre la atmósfera primordial de lo que era un nuevo mundo, al cual siempre sería ajena, encontré caminando con debilidad una silueta masculina, esbelta y extrañamente familiar. La oscuridad le otorgó a mi imaginación delirios sobre la espantosa y mutante identidad de mi nocturno compañero. Petrificada por el temor y una extraña repulsión, me debatía entre salir corriendo sobre mis pasos o permanecer con la mirada fija en aquella silueta, hasta que se develara a mí el rostro de la extraña pero familiar figura.

Permanecí, pese al terror y el instinto de autoconservación, pues la soledad de mi largo cautiverio me había implantado un infinito deseo por ver un rostro humano. La figura se mostró y el rostro causó un alivio espectral que juntó dos emociones de inexplicable índole. Era mi hermano, Joseph.

Su rostro pálido y ojeroso era evidencia de un largo viaje recorrido sobre la intemperie fluorescente y radioactiva de la difunta ciudad. Sus brazos débiles se extendieron hacia mí, y a pesar de la vejez contenida en dolorosos seis años, pude sentir en su abrazo al mismo Joseph que recordaba. Sin embargo, cuando su cuerpo se recostó contra el mío, sólo percibí el vacío. Mis ojos experimentaron un lapso de ceguera temporal en la cual no supe realmente qué pasó. Luego, no había nadie frente a mí.

Sospeché que la flora, que constaba del magnetismo propio de los riscos, pudo haberme intoxicado de alguna manera, y por tanto, la alucinación era el primer síntoma de ello. Caminé sobre mis pasos, aterrada, pero evidentemente saludable. Con facilidad hallé el camino de regreso al lugar donde hace años estuvo mi casa y donde continuaba estando mi hogar.

La noche, atormentada por el verdor fluorescente, era insoportable para la vista, mucho más que la luz del día, para mi sorpresa. Mi mente rondaba aquella cueva donde Paulo quizá comenzaría a tener miedo a la soledad. Su rostro, casi desconocido para mí, me suplicaba en el subconsciente que regresara, que le besara la frente y lo abrazara para poder dormir. 

Apuré el paso, invadida por esas visiones, cuando de repente escuché el golpeteo de unas rocas a misespaldas. Giré la cabeza, sospechando que algo me seguía, quizá algún depredador en busca de alimento. Pero cuando pude mirar hacia el punto me encontré con la remota oscuridad. Sin embargo, el sonido estaba ahí, se alejaba, huía ferozmente como invitándome a seguirlo. No estoy muy segura porqué, pero corrí tras él regresando una vez más hasta las carreteras invadidas por la vegetación y allí, frente a la luz, vi el cuerpo, cubierto por sábanas mortuorias, de un hombre que compartía similitudes extraordinarias con mi padre. Grité, esperando que regresara, que respondiera al nombre de mi padre por lo menos. Mas sólo dedicó a mí una mirada y continuó con la marcha. La silueta oscura de parca se perdió en la distancia, mas mi mirada continuó fija en ese punto, enferma por un mareo hipnótico difícil de describir.

No caminé más sobre el cadáver de la ciudad. El silencio infinito se llenaba de susurros, producidos por las plantas o imaginados por mi cabeza. Como fuera ahí estaban, cual zancudos sobre los charcos de agua. Y era todo eso lo que más me aterraba. La incapacidad de distinguir la veracidad de lo que mis sentidos experimentaban.

Por fin pude levantar la compuerta de nuevo y me integré a la seguridad de la bóveda. Pregunté a tientas por su ubicación, pero Paulo no habló, no exhaló ningún sonido. Tanteé cada esquina, cada escondite del conocido lugar pero no estaba. Me arrastré por el suelo en busca de su cuerpo, mientras que en la desesperación ya comenzaban a salir las lágrimas.

Salí del refugio, segura de que no estaba dentro, y busqué algún indicio de su presencia afuera. Violé la armonía del viento con un grito agudo que se extendió sin ser oído por nadie a lo largo de las ruinas. Sin saber dónde ir, qué dirección tomar en su búsqueda, caminé como autómata, incapaz de quedarme quieta, hacia cualquier lado que me llevasen mis pasos. Continué gritando, esperanzada por hallarlo, por poder abrazarlo de nuevo. Sabía, en lo profundo de mí, que se encontraba cerca, que su respiración hacía eco en mis gritos. 

Guardé silencio, algo hablaba, quizá Paulo. Me moví rápidamente al lugar de donde el sonido se emanaba y allí, frente a mis ojos, dos plantas cuyo delgado tallo sostenían puntas gruesas como las de piezas de parqués, eran las que generaban el sonido de música y se mecían levemente al ritmo de la canción. No entendí en ese momento la imposibilidad de que eso sucediera, y ahora sé que era eso solo una más de mis alucinaciones, pero en ese momento solo pude acercarme y escuchar con atención lo que cantaban las plantas. En mis oídos se saturó la música y ésta, a su vez, se convirtió en un ruido insoportable en el que armonizaban llantos de bebé. Me arrodillé y cerré los ojos con fuerza, rogando que el sonido cesará, mas sólo se volvió más fuerte, más insoportable. No sé cuánto tiempo hubo que pasar para que me recuperara. En cuanto lo hice vi, frente a mí, brillando como virgen, a mi hermana con un niño en brazos. No pude contener el llanto. Ella, con su mano delicada, secó mis lágrimas y me miró con seriedad. Su mirada significó muchas cosas en ese momento, pero ahora sólo puedo interpretarla como un largo “Déjame descansar”. Recosté mis manos una vez más en el suelo y pregunté por Paulo. Ella miró sus brazos y permitió que yo viera a su infante. Luego regresé a esta mazmorra.

Solo sé que no regresaré afuera, que me quedaré aquí, escondida. Esperaré que regrese, que los fantasmas de las plantas no posean su pequeño cuerpo. Mientras el vómito producto de la intoxicación radioactiva me asfixia día tras día en la espera que me asegura locura y, sin embargo, es rastro de realidad, escribiré estas palabras. Lo haré, rodeada de la más extensa oscuridad, no sólo la de mi alma, sino la oscuridad de saber que Paulo no está, que se ha ido, que quizá nunca existió y que su cadáver de bebé son las voces de las plantas que ruegan que libere su recuerdo.

L.J Ramírez.


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